La verdad es que hay ocasiones en las que sientes una especie de "impotencia tranquila" ante las situaciones de los que te rodean. Me explico.
Duele mucho, muchísimo, ver a la gente, a tu gente pasar por malos momentos, y sentir que puedes hacer por ellos entre muy poco y nada. De ahí la impotencia.
Pero por otro lado está la tranquilidad, la certeza, de que al final todo se arregla si se está del lado de los buenos, si se hacen bien las cosas y se pelea contra la corriente cuando no te lleva a donde quieres y mereces.
Conozco gente así, gente muy de Dios, que no está ni mucho menos en un gran momento; pero al mismo tiempo me tranquiliza ver que seguro conservan intacta la capacidad de disfrutar, de reír, de compartir, de abrirse con su gente cuando les hace falta, de indignarse y pegar un puño en la mesa, de preguntarse rabiando porqué no está siendo todo como debe.
Voy a poner un ejemplo tonto. Un médico con el que estuve de prácticas en el Clínico, buen médico por cierto, me dijo en una Guardia de Pediatría un truco para comprobar la gravedad de un cuadro pediátrico. Si el niño patalea, se escurre y llora y grita, es buena señal. Si el niño te deja hacer, no se rebela contra la inyección en el culo o contra el palito en la boca, malo.
Aquí pasa un poco lo mismo. Mi gente está pataleando. Eso mola. Porque quiere decir que los linfocitos están luchando contra el virus. Y cuando los linfocitos luchan, siempre, siempre ganan. Los médicos entonces asistimos al niño impotentes, sin mucho que hacer, pero tranquilos, porque sabemos que la fuerza está dentro de cada uno.
Duele mucho, muchísimo, ver a la gente, a tu gente pasar por malos momentos, y sentir que puedes hacer por ellos entre muy poco y nada. De ahí la impotencia.
Pero por otro lado está la tranquilidad, la certeza, de que al final todo se arregla si se está del lado de los buenos, si se hacen bien las cosas y se pelea contra la corriente cuando no te lleva a donde quieres y mereces.
Conozco gente así, gente muy de Dios, que no está ni mucho menos en un gran momento; pero al mismo tiempo me tranquiliza ver que seguro conservan intacta la capacidad de disfrutar, de reír, de compartir, de abrirse con su gente cuando les hace falta, de indignarse y pegar un puño en la mesa, de preguntarse rabiando porqué no está siendo todo como debe.
Voy a poner un ejemplo tonto. Un médico con el que estuve de prácticas en el Clínico, buen médico por cierto, me dijo en una Guardia de Pediatría un truco para comprobar la gravedad de un cuadro pediátrico. Si el niño patalea, se escurre y llora y grita, es buena señal. Si el niño te deja hacer, no se rebela contra la inyección en el culo o contra el palito en la boca, malo.
Aquí pasa un poco lo mismo. Mi gente está pataleando. Eso mola. Porque quiere decir que los linfocitos están luchando contra el virus. Y cuando los linfocitos luchan, siempre, siempre ganan. Los médicos entonces asistimos al niño impotentes, sin mucho que hacer, pero tranquilos, porque sabemos que la fuerza está dentro de cada uno.
La certeza de que al final, todo se arregla...
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